Prólogo de Jesús Jiménez Reinaldo

DE LOS DÍAS Y LAS NOCHES”

He elegido para titular este prólogo un verso del poema XVI de este “Corolario” que Adriana Serlik entrega a sus lectores en este año de 2018, un audiolibro que viene precedido por una cita más que significativa de la escritora bonaerense Luisa Futoransky en la que se declara que la autora es de otra parte y que para que se le entienda bien escribe directamente, con las manos abiertas. Bajo esa advocación, y para corresponder a su vez con una escritura clara, concisa y bastante desnuda de artificio, el libro se presenta en versículos libres, con un vocabulario cotidiano y una sintaxis sumamente ordenada, y con la intención de unir, a la vez que se hace balance de toda una vida, la “otra parte”, aquella de la que Adriana Serlik procede, con su presente, para demostrar, como el mismo título anticipa, que de aquellos lejanos puertos atlánticos de la niñez se deriva con lógica al asentamiento en la madurez a orillas del Mediterráneo, una vez que el regreso a Ítaca no es posible ni en lo emocional ni en lo corporal. El lector advertido observará que ningún verso supera las seis palabras de este “de los días y las noches” que nos invita a no dejar en el olvido las fatigas humanas que tan bien describiera en su obra el griego Hesíodo. “Qué vida/ tan llena de luces/ y tan doliente!” (XXXIX)

Porque la autora nos va a implicar en su propia vida, con sus altibajos, su soledad, su liberación mediante la escritura y su falta de miedo ante un final que se presiente y al que dice no tener ya ningún respeto. Pero para ello no va a necesitar ser exacta, ni presentar las mariposas en cajas debidamente clasificadas: cuando parece que la aventura personal pudiera escorarse hacia datos objetivos, históricos o geográficos, la voz poética utiliza una depurada elipsis que nos hurta los detalles de los golpes y de las caricias, dejando tan solo la huella descarnada de la emoción pura, de la reflexión vital. Por eso, en las casi setenta páginas de este poemario, los nombres propios son tan escasos, más si excluimos de la cuenta los que aparecen en las dedicatorias, y sirven de nuevo, en esa dualidad que vertebra el libro y que se describe incluso en el interior de la autora en el poema XXXI (“La otra,/la que habita en mí…), para crear un puente entre la niñez perdida y la adolescencia quemada (Atlántico, Avellaneda, Racing, Independiente) y la madurez de esos 7 y 4 en los que otra realidad y otra estética copan su día a día (Juan Magraner, Estellés, Marcel-Lí, Marc Granell, Gandía, Alhuir…); del tiempo intermedio, sin embargo, solo subsisten aquellos nombres que dejaron marcado el corazón con una huella indeleble, un dolor permanente, que apenas se nombra pero que está presente de principio a fin del volumen (Roma, Rebeca Palmera, Cuba, Málaga, Chema). “Todo tan igual/ y tan diferente” (IX).

Y la misma elipsis podemos encontrar en las referencias temporales: excepto en el poema XX, en el que se hace referencia a junio de 2005 cuando a la escritora le informaron, evidentemente de forma errónea, de que no viviría más de tres años, no hay concreciones temporales, como si la existencia fuera un presente continuo en el que la nostalgia del amor y de la risa convivieran con la soledad y la incapacidad física, con el dolor, en perfecta conjunción, indisociables. Hay, no obstante, plena conciencia de la fugacidad del tiempo, de la asechanza de la muerte, de las limitaciones físicas que impone el desgaste del cuerpo humano y la consiguiente falta de independencia, la pérdida de ilusiones, la imposibilidad de alcanzar las metas, compartidos con lucidez y sin innecesarios dramatismos: “Estoy triste/ porque no eran así/ mis sueños.” (XIX)

Podemos afirmar, por tanto, que si el sentimiento predominante en el poemario es la nostalgia por el tiempo y el amor perdidos, estamos ante una poesía profundamente elegíaca: en la composición tradicional, como ya hemos visto, se nos hurtan muchos nombres y fechas de los hechos acaecidos en la peripecia vital, pero no los hechos mismos: la negación/afirmación de la maternidad, la añoranza de la música, del amor correspondido y de la amistad perdida o traicionada, el dolor físico y sus limitaciones, la nostalgia, la decepción, la falta de fuerzas, la tristeza y el silencio… “Este camino…/ Lo vivo/ como una lenta,/ muy lenta/ muerte” (XXVIII)

Y, como en la poesía elegíaca, para que el sentimiento predominante no sea el pesimismo, también aparece la necesaria consolación ante los dolores y las injusticias del mundo, consuelo que lo es tanto para el lector como para la autora: la escritura como liberación de los corsés sociales, como liberación del silencio y de la soledad, como camino de trascendencia y justificación del presente y del futuro: “sigo escribiendo,/creo, quiero/ seguir soñando” (XXXIX), pese a que los grupúsculos poéticos y los poetas creídamente famosos no la comprendan. Y aunque ante las decepciones parezca que en ocasiones la escritora va a renunciar a su compromiso con la palabra y afirme que nada le importa ya, lo cierto es que le queda la risa, la experiencia, su necesidad de aprender y su ansia de comunicación. Nada más hermoso que ese “ars poetica” que se deduce de los versos del poema XXIX: “¿Qué color/ es la poesía?/ El color/ de toda la humanidad./ ¿Qué idioma/ tiene la poesía?/ El idioma/ de la música/ ¿En qué lengua/ lees la poesía?/ En la del corazón.”

En “Corolario” Adriana Serlik nos muestra con gran valentía las cicatrices cerradas y las heridas abiertas en una vida consciente, larga y plena, mientras indaga en el misterio del arte, del amor y de la palabra, que son los mejores anclajes para soportar el embate de la fugacidad, de la desesperanza y de la muerte. Si todos estamos condenados a morir, es cierto que deberíamos afrontar nuestra vida y nuestra muerte con la elegancia de la lucidez y el compromiso, como hace esta escritora argentina que vino desde lejos a madurar al sol mediterráneo entre los aromas de la flor del naranjo.

Jesús Jiménez Reinaldo


DICE PURA MARÍA GARCÍA

En la portada de Corolario (Gandia, 2018) su autora, Adriana Serlik, aparece contemplando el mar, entregando su espalda a quien se dispone a abrir el libro, en el que los poemas forman, sin duda, eslabones singulares con los que ella se anuda al lector. Desde sus versos a la sensibilidad de la mirada lectora.

Corolario es palabra que ajusta el título a la esencia de este poemario de la escritora argentina: una suma de poemas, independientes a su vez unos de otros, que resulta” la afirmación lógica de lo demostrado o sucedido anteriormente”. Y así es, los poemas son pétalos de consecuencias, resultado interpretado de las vivencias y, quizás también, de lo que quiso ser vivido por la autora y quedo rezagado en el atajo del intento.

No se trata de un poemario de cierre vital, ni una biografía de sensaciones que se remonta, nadando entre las aguas de la subjetividad justificada, al pasado, al ayer múltiple de quien hace nacer versos de una nada que existió, en un tiempo que va quedando lejos.

No solo. No únicamente.

La autora pretende, además, entregar su voz, su timbre, la música que acompasa los versos a una melodía que podría ser la traducción del poemario en su conjunto. La palabra escrita. La palabra dicha, hablada. El verso pronunciado. La forma y el fondo de su alma, transparente a veces y, en otras ocasiones, luciendo una opacidad sutil que hace todavía más libre a la mirada lectora para que lo leído sea distinto, una versión propia de los ojos que leen.

Por este motivo, por la voluntad de la autora de no dejar a solas a la palabra escrita, sembrada en el papel que antes estuvo en blanco, el poemario es, a la vez, audiolibro, en una especie de hechizo que convierte al poema en la posibilidad de ser recreado desde distintos planes sensoriales. Escuchar un poema en su voz es escuchar la voz silabeante de su alma: “Extendí/las manos. /El olvido/había bajado, /rápidamente, por la calle/paralela. / No agradeció ni se despidió.”, escuchar la voz figurada con la que el olvido, la ausencia y su evidencia, declararían su existencia.

Serlik denuncia, en primera persona, lo que nos hace comunes a hombres y mujeres. Lo declara, en una primera persona que se extiende hasta formar un plural que nos incluye: versea su miedo; su nostalgia; su desilusión, en la que también se observa una dosis reconocible de entusiasmo, aunque solo sea para sentir con intensidad la desilusión; su amor por el mismo amor y lo que trae consigo; la amistad; el deseo incumplido de ser madre para sentir otra vertiente de ella misma en ella misma; la soledad, esa visitante que acude a una cita que jamás se programa, pero se repite cada día, reiniciando un rito que se perpetúa hasta la soledad final, el vacío lleno de nada…

Una, este yo lectora que ahora escribe sobre un libro que conmueve al seccionarlo en retazos, al convertirlo en hilo de versos y palabras, no puede, no quiere, decir nada más que un corolario sobre el corolario poético de Serlik: Si lo vivido es, como Serlik escribe, “A lo lejos/ mar”, no ha de dolernos girar la vista para contemplarlo. Desde la perspectiva del verso, del poemario de Adriana, el tiempo es “Una cúspide/de borrones asesinos, /de mezcolanzas/de amores/y varios desamores”.

Desde estas líneas, invito a las miradas ávidas de belleza a otear el mar del tiempo. Del tiempo vivido de Adriana Serlik.