PURA MARÍA GARCÍA

 

 

 

Luxúria

 

 

Arrossegant-se per la pell la serp dolça del desig sense mesura, es torna l’únic i més profund desig...

 

 

Jo, luxuriosa, m'acoste a la luxúria per esbrinar-la i deixar-me esculpir per les seues mans.

A colps incessants, la seua embriaguesa dibuixa en mi el desig sense mesura.

Desig carnal.

Desig per perdre’m en el cos de l’altre i desitjar-lo mentre ens allunyem dels límits i de les seues ombres ridícules.

Jo, luxuriosa, envoltada de la fam ancestral que mai no pot tranquil·litzar-se perquè cerca l’aigua del desig i el pa de l’altre cos.

Jo, al sotavent creat per la luxúria, enaltint-la amb la meua mirada de foc sense nostàlgia, arborant-la amb el palp, que no reconeix l’horitzó de la carn.

Jo, luxuriosa.

Jo, desdibuixant la fi de la luxúria, la seua fi improcedent, difusa i inútil.

Jo, convertida en alenada càlida de la luxúria, intuesc amb ella que la línia de la raó la taloneja per vestir-la amb la gelor de l’argument hipòcrita.

Sent el soroll incitador dels llavis de la luxúria.

Sent la seua abraçada i el seu tacte d’espurna.

Taste el seu ardorós sabor. I sóc jo la seua albereda. L’arc toral per on ella travessa l’oasi del pecat; se sap innocent davant els prejudicis.

Sent l’alabatre ardent de la luxúria i vull ésser el nou ocell que s’uneix al seu esbart, solcar l’aire de la carn i oronejar l’esquena infinita de l’altre.

Sent la seua abraçada que m’allibera de les escàrpies del pensament, dictat per altres.

La sent i la taste.

La sent i sóc jo la mateixa luxúria, sense penediments ni vergonyes.

Luxúria: jo. Força que s’enforteix i referma quan troba un jo convertit en nosaltres.

Luxúria: nosaltres. Agraïts a la fam d’una cintura i els seus territoris. Dolça fam que no s’atura davant la immensitat de la pell i vol temptar-la, reptar-la. escodrinyar-la amb fam recíproca.

Jo, luxuriosa.

Jo, famolenca.

Jo, a l’atzar marcat per la set i la humitat de la teua saliva, de la pluja que el núvol de la teua llengua m’ofereix sense escrúpols.

Jo, encenent els vestigis de la presència inicial de la luxúria, recordant el seu primer balboteig que ens transformà en nus carnós, nus robust arrodonit pels llavis.

Jo, encercant la serp de la teua masculinitat encesa.

Jo, trobant-te a l’abric de la teua pròpia luxúria.

Jo, perdent la brúixola de la raó que mai no haguera volgut trobar, si ella m’allunya de les teues natges. Jo, luxuriosa i arrelada en elles, agenollada davant el seu oceà pàl·lid, quan s’embraveixen amb centenars d’onades, quan els meus pits es desboquen en luxuriós vaivé.

Mescladissa de sucre i de besades, la luxúria ens envaeix i ens invita a mirar-nos en l’espill de la veritat crua.

Mescladissa de sal i d'humitat.

Un tu i un jo barrejats en el seu propi agitament.

Jo, luxuriosa.

Jo, no volent que aquest camí de desig sense mesura tinga portes tancades amb la clau de les mentides.

Jo, volent el teu cos, també sense mesura.

 

 

 

María Bonita y las palabras

 

 

 

Había dejado de llover tal y como había empezado, por sorpresa.

La luna se había teñido del azulón de la nostalgia y María Bonita, como otras largas noches, observaba con los ojos entornados las idas y venidas del grupo de acompañantes.

Enésima noche del enésimo mes. Enésima vez en que a María Bonita la remiraban, evitando el silencio.

Nunca nadie averiguó el porqué pero María Bonita se había quedado lela, de una pieza y sin costuras, el mismo día que escampó la última tormenta que abrazó la hacienda un abril.

La Negra Grande con sus santeríos acudió antes de que María Bonita mirara a través de los visillos de la ventana blanca por última vez.

Con el pretexto húmedo de la tormenta, la Negra Grande rozó el cabello de María Bonita, María Bonita aún sin alelar, y se desplomó, mandil y enaguas incluidas, al tambaleo de la mecedora de rejilla. Y esperó. Y esperó como únicamente la Negra Grande y sus santeríos habían aprendido a esperar.

Nadie se atrevió a ponerle número a la espera porque, como es sabido, al contrario que el sol, los minutos no son redondos y a menudo se alargan como los silencios.

Cuando la Negra Grande cesó en sus balanceos, María Bonita comenzó su existencia alelada. Y hasta en eso, en la extraña bobería que le aproximaba al mundo vegetal, María Bonita se desplegaba elegante: blanco su vestido blanco y una sonrisa de bruma que colgaba de sus labios como una ristra de agua.

La hacienda se llenó del humo hondo de los doctores y sus cigarros habanos. Correríos de los sirvientes que parecían signos de interrogación recogiendo preguntas del suelo.

Tras el café y el dulce de miel caliente llegó el diagnóstico que todos voceaban: casimuerte.

María Bonita estaba casimuerta o enganchada a una casi muerte nada súbita, como sentenciaron en silencio los santeríos de la Negra Grande.

Muerte, requetemuerte o casimuerte.

Como si la muerte tuviese fases.

Como si la luna pudiese morir en un instante.

Vaciada la hacienda de cigarros habanos y pasos, a María Bonita la entregaron a su chaise longue preferida, bordada con hojitas de yedra minúsculas, bordada con los suspiros y sueños que la casimuerta había abandonado allí tantas tardes de cafecitos con hielo.

A María Bonita le peinaron los cabellos respetando la dictadura del trazo de sus trenzas. Le respetaron la delicadeza y le acercaron, chaise longue con hojitas de yedra y suspiros, a la ventana blanca.

María Bonita y la ventana.

María Bonita y la casimuerte.

La Negra Grande, por primera vez desde que los santeríos iluminaron sus manos, pidió permiso con el pensamiento a María Bonita para quedarse con ella y con su casimuerte.

Como María Bonita no aleteó las pestañas, la Negra Grande atrapó un sí en el aire y se prendió el permiso al chal colorado que le rozaba los hombros.

Sacó del bolsillo derecho sus abalorios turquesa y los manoseó con el mismo azúcar con que acariciaba el pecho de su negro difunto.

María Bonita, en su ventana blanca y en su alelamiento, era un paréntesis al que acudían, en horario intermitente, comadres y voces de las haciendas cercanas.

Hasta allí llegaban, en visita cortés, con las ropas limpias y las botas brillantes para acompañar la casimuerte de María Bonita.

Allí dejaban, envolviendo el salón grande, los ayes y las penas, recuerdos sobre la casimuerta cuando estaba casiviva.

María Bonita, con su labio deslizado, escuchaba sin escuchar cómo alababan su antigua capacidad para conversar y dejar frases en prenda.

Noches de luna llena en la hacienda hubo muchas, pero no se recordaban noches tan llenas como las que María Bonita preñaba con sus ensoñaciones.

La bien viva entonces, regalaba versos a quien la escuchaba.

Sentada en el porche, perfumada con un pasado enigma, recibía a los oyentes encandilados e inventaba, para cada uno de ellos, historias nada historiadas. Reflejos de los propios sueños de María Bonita en los sueños de los escuchadores. (¿los soñadores?

Extrañamente, las noches de luna llena empezaron a multiplicarse, burlándose de los pronósticos. (¿los calendarios?)

Noche sí, noche no, María Bonita sentía el impulso renovado de esparcirse en el porche, esparciendo versos y cuentos a los que la visitaban para esparcir el alma.

Noches interminablemente interminables.

Interminables lunas llenas que llenaron a María Bonita con sus propias historias.

La Negra Grande cuenta que la última tormenta de abril sorprendió a María Bonita esparcida en el porche.

Tan elegante como sus trenzas, María Bonita no permitió que la lluvia dibujara el punto y final de la historia que andaba inventando para Ramón Felicindo, el jinete que vino de Tucumán.

Tan elegante como sus trenzas, María Bonita se dejó empapar de nubes, se dejó mojar de agua y finalizó la historia para Ramón mientras se daba a ella misma un portazo en el alma.

La Negra Grande cuenta que ahí fue donde comenzó María Bonita a danzar con su alelamiento.

Alelada con el mundo mientras se alejaba de él.

Henchida de historias que le agrandaban el alma y le humedecían los senos.

Desde la tormenta de abril hasta el diagnóstico de la extraña enfermedad de María Bonita, las noches en la hacienda eran el doble de oscuras, la luna sin-cascabeles el doble de vacía y la Negra Grande, con sus santeríos, el doble idéntico de María Bonita.

Una mañana en la que sol se hizo el propósito de ser un poco más redondo, la Negra Grande olvidó sobar sus abalorios turquesa, olvidó sus santeríos y recordó que María Bonita estaba frente a ella, chaise longue con hojitas de yedra sin suspiros.

María Bonita, tan elegante como sus trenzas, desentornó los ojos y, casiviva, le regaló casi una sonrisa.

La Negra Grande invocó al santito Armando Galante, el de los espíritus atrapados a la puerta del cielo, y esperó en la mecedora de rejilla.

Esperó la casi voz de María Bonita.

Los minutos se llenaron de la misma manera en la que se llenaba la luna antes del percance.

María Bonita rebuscó en su armario y volvió, bien viva y bien bonita, con un abanico de papel blanco y una pluma de ecos.

¾No quiero más historias, Negra Grande. En mi casimuerte solo soñé palabras.

 

Y María Bonita, divorciada de la luna y de su alelamiento, comenzó a escribir sobre los sueños con palabras de su letargo.

Comenzó a escribir sobre palabras.

María Bonita, desde entonces, entrega a todo aquel que se acerca a la hacienda palabras que se esparcen.