LINDA BERRÓN

RELATO 

 

 LOS MANUSCRITOS DE QUMRAM

Cuando el tren se detuvo, sólo yo me bajé en aquella estación. Un perro tirado debajo de un banco parecía ser el único ser vivo a mi alrededor. Al pasar junto a la oficina, un hombre muy colorado salió sonriente a saludarme. Yo estaba demasiado cansado para ser amable, así que le pregunté sin sonreír cómo llegar al convento de San Agustín. Cuando me dijo que quedaba a dos kilómetros, me pareció que ya no podría hacer ese último esfuerzo. Llevaba casi veinte horas viajando en aviones, autobuses y trenes. A pesar de la excitación que me producía la inminente realización de mis planes, me sentía incapaz de recorrer dos kilómetros bajo aquel sol. Sin embargo, empecé a caminar. El perro se levantó y vino a oler mi valija. Tuve un inesperado sentimiento de afecto hacia aquel animal. Me pareció bastante ridículo, pero pensé que sería agradable que me acompañara.

Atravesamos el andén, cruzamos las vías y tomamos el camino que me había indicado el hombre de la estación. Fue entonces cuando tuve por primera vez aquel presentimiento. Sucedió cuando divisé, a la izquierda del camino, una alameda verde y fresca que apenas ocultaba los muros de un cementerio. Lo atribuí a mi fatiga.

Habríamos caminado durante unos diez minutos, cuando una muchacha en bicicleta pasó junto a nosotros. Siguió unos metros más y se detuvo. El pie apenas el llegaba al suelo.

– ¿Va usted al convento?, ¿quiere que lo lleve?

Al sonreír mostraba unos incisivos muy separados. Calculé mentalmente cómo podría resultar aquello, pero lo que finalmente me decidió fue su sonrisa. Con la valija oscilando en el brazo izquierdo y las piernas levantadas, sentí que en cualquier momento me iba a elevar como un papalote. Después de subir una pequeña colina empecé a ver el convento. De nuevo me embargó aquel presentimiento. Tuve la tentación de pensar que se debía al muro de oscuros cipreses.

La muchacha me dejó en el portón de la entrada. Realmente le agradecía que me hubiera llevado, pero no encontré las palabras y ella se fue. Me di cuenta entonces de que el perro no nos había seguido.

El jardín tenía un olor dulce, a flores calientes, pero ni siquiera eso logró aplacar mi incertidumbre. Después de llamar, me puse a contar, con una intención claramente defensiva, los clavos enormes que tachonaban la puerta. Iba por dieciséis cuando un hombre bajito, de sotana raída, me abrió.

- Vengo a ver al padre Juan Antonio Molina

Me miró inexpresivo y contestó sin la menor emoción:

- El padre Juan Antonio murió. Lo enterramos hace tres días.

A pesar de haberla presentido, la noticia me dejó perplejo. En aquel momento recordé que tenía el pelo completamente blanco. Le divertía que la gente le calculara por encima de los cincuenta. De todas formas, la edad y el tiempo no parecían importarle mucho.

Había entrado en el aula con un impecable traje negro. Sonrió levemente cuando el profesor de Biblia lo presentó como un importante personaje del Instituto Científico Pontificio. Venía a darnos un curso sobre géneros literarios en las Sagradas Escrituras. Para mí, aquello de géneros literarios no pasaba de un conocimiento superficial sobre alegorías, parábolas e hipérboles, pero él me descubrió un mundo insospechado. Lo invité varias veces a comer a casa de mis padres con el único propósito de seguir escuchándole. Me cautivaba su intensa vida de estudio, investigación, viajes, bibliotecas y manuscritos antiguos.

Parecía imposible que hubiera muerto. Me sorprendí a mí mismo tratando de contar nuevamente los clavos de la puerta. El anciano sacerdote me observaba. Miraba mi valija, mis zapatos polvorientos, mi camisa pegada de sudor. ¿Qué hacer? La vida se había suspendido de un hilo, como una araña.

–¿Quiere usted descansar un rato? Si lo desea, puede ocupar una de las celdas. En esta época del año están casi todas vacías.

 

Caminamos despacio por el claustro. Aparte de nuestros pasos sobre las grandes losas de piedra, sólo se oía el murmullo de una fuente.

La celda era muy blanca y muy fresca. Me acosté en la cama. Su tabla dura me inundó de una paz inesperada. Muchas imágenes fueron pasando por mi mente antes de que lograra dormir. Después me vi a mí mismo con pantalones cortos, corriendo en bicicleta por una llanura inmensa. A medida que avanzaba, el suelo se iba haciendo blando. Las ruedas de la bicicleta se hundían. Un hombre apareció de pronto ante mí. Iba vestido de negro y caminaba lentamente. Yo le gritaba sin dejar de pedalear. El hombre se detuvo y empezó a girar muy despacio hasta mostrar una cara de cadáver medio descompuesta. Entreabrió los labios y dijo mi nombre: Damián. Me desperté. Durante unos angustiosos segundos me pareció que todo había sido cierto. Después comprendí que ya no podría volver a dormir, así que me levanté y salí de la celda.

Caminé por el claustro contemplando los cipreses y los geranios. A través de los arcos, el jardín parecía irreal. Me quedé observando los motivos que decoraban uno de los capiteles. Una serpiente se enroscaba, lasciva, alrededor de un árbol; al lado, una mujer desnuda alzaba la mano hacia ella. El Génesis. Pensé en mi tesis inconclusa: El mal, la muerte y la resurrección en las Sagradas Escrituras. Ambiciosa, imposible, sobre todo si ya no contaba con la ayuda del padre Juan Antonio.

Fue seguramente la impotencia lo que me hizo alejarme de allí y vagar por pasillos solitarios entre gruesos muros de piedra. Al pasar frente a una puerta de madera negra me sentí atraído por ella. Me acerqué y alargué la mano hacia el picaporte de bronce. Antes de que llegara a tocarlo, una voz sonó detrás de mí:

–¿Ya descansó?

El anciano sacerdote que había abierto la puerta del convento me miraba fijamente. ¿Por qué me sentía como atrapado?

- No puedo dormir…estoy tan cansado que no puedo dormir.

- Sí, a veces pasa eso. Tal vez si come algo…

Miró la puerta negra.

Era la celda del padre Juan Antonio. Venía varias veces al año. Para descansar del Vaticano, decía él.

Dudé un momento, temí parecer macabro. Después pregunté:

- ¿Puedo entrar?

Dijo ¡claro! Y sacó un manojo de llaves con fingida naturalidad. Entramos. Era una celda muy parecida a las otras, excepto por una chimenea de ladrillo en un rincón. Había un orden inquietante. Cada cosa parecía expresamente colocada en su lugar. Lo miré todo buscando algo que me hiciera presente al padre Juan Antonio, pero sólo sentí su ausencia. Hubiera querido acurrucarme y dar rienda suelta a mi nostalgia. No lo hice. Acompañé al viejo sacerdote a la cocina. Un amplio rayo de sol irrumpía por el tragaluz. Después de comer volví a la celda y dormí hasta el día siguiente.

Desde la huerta del convento la vi llegar. Era muy temprano y hacía aún poco calor. Noté el balanceo de sus hombros por encima del muro de piedra. Se bajó de la bicicleta y atravesó la huerta. Me pareció que debía de darle las gracias, empujado una vez más por esa manía incurable de hacer explícito todo. Sin embargo no fue en ese momento cuando le hable, sino más tarde, cuando me la encontré limpiando las celdas.

– Lo hice con mucho gusto.

Y luego siguió hablando de mil cosas referentes a sí misma y al pueblo. Estuve como hipnotizado viéndola moverse y gesticular hasta que mencionó el nombre del padre Juan Antonio.

– ¡Pobrecito!, ¿por qué lo haría?

– Hacer…¿qué?, ¿a qué se refiere?

– No es nada, nada.

Y siguió barriendo la celda. Me acerqué a ella y la tomé fuertemente por un brazo.

- ¿A qué se refiere?, ¡dígamelo!

Estaba asustada pero yo tenía que saber. Seguí zarandeándola hasta que asintió con la cabeza. La solté y se fue a cerrar la puerta.

– El padre Juan Antonio se ahorcó. Yo entré en la celda como siempre a limpiar. A esa hora están desayunando. Cuando abrí la puerta lo vi colgando de una viga. Me asusté tanto que empecé a gritar. Después llegaron los hermanos y le bajaron. ¡No les diga que yo se lo conté, por favor¡ ¡Me advirtieron que no se lo contara a nadie, ni a mi familia, que de ello dependía la salvación de mi alma. Le dijeron a todo el mundo que murió de un ataque al corazón. ¡Por favor, no les diga nada!

Me senté sobre la cama y cerré los ojos. Podía verlo en el aeropuerto. Se marchaba precipitadamente sin terminar el curso. Lo siento mucho, decía. Tal vez en otra ocasión, pero ahora tengo que irme. Esos manuscritos son muy importantes para el Instituto. Fuimos a despedirle al aeropuerto.

El último mes de clases se me hizo tedioso, aplastante de mediocridad. Después de las vacaciones, cuando ya se iniciaban las lluvias, recibí una carta suya. Jerusalén, 14 de marzo de 1948. Recordado Damián. Y me contaba que el hallazgo lo había hecho un pastor beduino cuando buscaba una cabra que se le había perdido. Que los rollos de cuero manuscrito estaban en una cueva próxima al Mar Muerto, dentro de unas vasijas de cerámica. Me explicaba con exaltación la trascendencia de aquel descubrimiento. Que se había desatado una verdadera guerra de instituciones por la obtención del manuscrito. Me hablaba del profesor Sukenik, de un Génesis apócrifo, de los esenios, de la vida eterna. Parecía alterado, como poseído de una fiebre escatológica. La última carta que recibí, dándome la dirección del convento de San Agustín, la recibí desde Roma. Su tono era diferente, agotado, algo deprimido.

Suspiré hondo.

–¿Se siente bien?

La muchacha me miraba extrañada.

- Estoy bien gracias. Usted tiene las llaves de todas las celdas, ¿verdad? Acompáñeme.

Casi empujándola, llegamos a la celda del padre Juan Antonio.

- Por favor, abra la puerta.

Ella no se movía. Le supliqué, por lo que más quiera, hasta que sacó las llaves del delantal y abrió.

– Yo no sé nada de esto, yo me voy.

Entré en la celda y cerré la puerta. Traté de imaginar la tragedia que había tenido lugar allí. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué pudo llevar a un hombre como él a tomar esa determinación? Miraba el techo tratando de descubrir alguna señal, pero todo estaba perfectamente ordenado. Me senté n un rincón y volví a mirar a mi alrededor. Entonces me sorprendió ver junto a mi cabeza, en la chimenea, un ladrillo suelto. Aunque estaba cuidadosamente colocado, se podía apreciar muy bien que no estaba pegado con cemento, como los otros. Con ayuda de un abrecartas lo pude sacar. Miré hacia adentro pero no se veía nada. No sin cierta aprensión, metí la mano y encontré en el fondo del hueco un estuche redondo. Dentro, había papeles y un extraño material enrollado. Cuando lo extendí, quedé fascinado. Era un manuscrito antiguo con caracteres que parecían hebreos. Había varias cuartillas escritas con la letra inconfundible del padre Juan Antonio. Empecé a leer:

IQP Gen 2. Peser del capítulo 3 del Génesis. Primera gruta de Qumram. Relato en forma comentada y pseudohistórica a la manera del Midras Haggadico. El texto de este capítulo se aparta notablemente de la versión de los LXX en algunos pasajes. Podría tratarse de una tradición oral perdida posteriormente.

 

" Consideremos, ahora, hermanos, la caída. Hombre y mujer estaban desnudos en el paraíso y no se avergonzaron pues desconocían el mal. El hombre le dijo a la mujer: – Vamos a recorrer el jardín, veamos cuáles son nuestros dominios. Pero la mujer no quiso y el hombre se fue solo a recorrer el paraíso. La mujer estaba sentada sobre la hierba, contemplando en su ocio la belleza del jardín cuando se le acercó la serpiente, el más astuto de los animales. Le dijo a la mujer: – ¿Por qué Dios os ha prohibido comer de los árboles del jardín? La mujer contesto: –Podemos comer el fruto de todos los árboles salvo de uno, aquél que está en el centro del jardín. Si comemos de él, moriremos. –De ninguna manera, replicó la serpiente. Ese es el árbol del bien y del mal. El día que comáis de él, seréis como dioses, podréis juzgar el bien y el mal.

Y como viese la mujer que la fruta era apetecible, alzó la mano para tomarla. Apareció entonces a su lado una mujer de gran belleza. Le dijo a la mujer: – No prestes oídos a la serpiente, te está tendiendo una trampa. No pruebes ese fruto, conocer el bien y el mal no te traerá ningún beneficio. La serpiente le gritó: –Vete de aquí demonio de la noche, vuelve al sol. Pero ella tomó de la mano a la mujer y corrieron tras unos matorrales. La mujer preguntó: –¿Por qué no me dejaste probar el fruto del árbol prohibido? La serpiente me dijo que si comía de él tendría la sabiduría de Dios, conocería la ciencia del bien y del mal. Ella le contestó: – Dios les dijo que si comían de ese árbol morirían. ¿De qué te serviría conocer lo que está bien y lo que está si vas a morir?

Pero la mujer, tentada por la serpiente, sintió ansiedad de saber en su corazón. Al anochecer tomó al hombre de la mano y juntos caminaron hasta el centro del jardín. Tomaron el fruto prohibido y ambos comieron."

 

En la hoja siguiente había varias frases tachadas, pero al poner el papel contra la luz pude entender: qué sentido tiene todo esto si voy a morir. Y al final, con una letra violenta que casi desgarraba el papel, se leía: la vida sólo vale la pena si es para siempre.

Me dejé caer nuevamente en el suelo. Observaba las cuartillas en mi mano, mi mano misma, como cosas lejanas, extrañas a mí. Me parecía flotar y alejarme hasta la ventana de mi cuarto, a miles de kilómetros de la muerte. Pero regresé a aquella celda de pesadumbre. La vida sólo vale la pena si es para siempre. ¿No era para siempre? La decisión suicida del padre Juan Antonio me producía vértigo, un hueco blanco que lo borraba todo a mi alrededor. Me dolía lo poco que había significado mi visita para él.

Estaba ensimismado cuando noté que el picaporte giraba con lentitud, casi imperceptiblemente. No podía evitar el temor de que fuera el cadáver del padre Juan Antonio. La puerta se abrió de golpe y grité. Era el anciano sacerdote. Miró las cuartillas en mi mano, el manuscrito sobre la mesa y después, seguramente, mi expresión de terror. Debió comprender que lo sabía todo. Se acercó con lentitud y me arrancó los papeles de la mano.

–¿Qué derecho tiene a rebuscar en los papeles del padre Juan Antonio?

Su tono era violento. Aquel anciano sacerdote se había vuelto enorme, encorvado hacia mí, inundando mi cara con su fétido aliento. Intenté defenderme.

–Ya sé lo que le pasó al padre Juan Antonio, le dije desafiante.

–Al padre Juan Antonio no le pasó nada. Murió de un ataque al corazón. Trabajaba mucho y su organismo no lo pudo resistir. Yo mismo le acompañé en los últimos momentos y le di la extremaunción.

–No es cierto, se suicidó.

Avanzó un paso más y me clavó su índice huesudo en el pecho.

–¡Usted no hablará con nadie de este asunto!

Empezó a caminar lentamente hacia atrás, hasta llegar a la puerta. Giró rápidamente y cerró. Cuando escuché la llave en la cerradura, tuve el presentimiento de que nunca saldría de allí.

 

* * *

 

Sí. El pobre Damián tenía una habilidad especial para presentir ciertas cosas.

Pasó el tiempo. El otoño llegó ventoso y dorado. En el pueblo todavía se habla en voz baja del suceso que tuvo lugar en el convento de San Agustín, donde un simpático muchacho sudamericano había aparecido muerto en un rincón de la huerta, después de haber comido por error unas bayas venenosas que allí habían crecido sin que el jardinero, aquel anciano sacerdote, las hubiera visto antes.

 De  "La última seducción". San José,  Universidad de Costa Rica,  2002.