CARLOS BARBARITO

 

Mujer con violonchelo



Desde el cuarto contiguo,

madera y metal vibran,

como vibra al unísono su carne.

Sin desnudarse, de todo lo superfluo

se despoja. Armonía

que la hace a quien la crea

una entre todas las cosas

y convierte al resto en un espejo

que con distorsión 

la refleja. Ahora

es un final de exilio

sobre cuerdas que regresan

al día anterior a las cenizas;

al oír puedo decir yo soy

en lugar de yo fui

y encontrar presencia

donde reinaba la privación, la falta.



A María de la Vega



Lo sé: del pájaro no sobrevive ni el ala.

A la puerta, el mendigo siempre;

lejos, un navío en llamas, con su nombre.

¿Qué entregué, qué hice mío,

es mía o ajena esta voluntad 

de exilio entre raíces que salen a la tierra

y bocas abiertas al filo del mediodía?

Y está la soga: todo equilibrio es precario

-¿quién lo dijo?-;

abajo, el animal que crío desde siempre

mastica su hueso a ratos perdidos.

De la casa queda esta intemperie.

Del sueño, esta corriente veloz

que arrastra pasajes y promesas.

Pero no caigo todavía. 

Lo sé: aquello que me hiere también me nutre.

Y el día, todavía, permanece abierto y no concluye.



Sin  título

 


Permanece frío ante el cielo

que se curva hacia abajo, 

el fatuo embeleso de la bestia

por su propio reflejo en el agua,

el cincel que se oxida, el cerrojo

que traba la única puerta hacia el día,

la soga, que espera, la sombra,

que no espera. Frío

ante lo carbonizado y lo incierto,

lo medido y lo sepultado,

la memoria, el anhelo, la acritud,

el cieno. Languidece,

en silencio, inmóvil,

apoyado contra un muro.

Si un perro viniese

y la lamiera la mano, ¿andaría?

Si un viento soplara

y le trajese, entre pólenes y semillas,

el eco de una voz amada,

¿despertaría? 

 

 

 

SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA

EN WRITERS NET

EL BLOG DE BARBARITO