ATILIO VERÓN RELATO |
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LONGUEIRA Nunca
sabré cómo se debería haber contado esto. Ni siquiera estoy seguro de que
deba contarlo. Uno va acumulando sensaciones, olores, imágenes de objetos y
rostros y los echa a dormir en un rincón, como se amontonan diarios viejos
en un cuarto. Hasta que un día… Ahora
es ese día, y el relato, que amenaza desbordarme con sus urgencias, tiene
el dejo ácido de una confesión indecorosa o de un vómito. Pero, asumida
ya la decisión, es preciso que empiece de una vez y deje fluir libremente
los recuerdos sin preocuparme más que por ser su fiel transmisor. Por otra
parte, como se trata de un relato adolescente, casi infantil, no desentonaría
comenzarlo al estilo de Juan Ramón Jiménez. Era
muy pequeño, blanquecino y callado... Nunca llegué a verlo sin el
guardapolvo blanco salvo esa tarde, años después, cuando el Destino quiso
que nos encontráramos en un entorno tramposamente familiar: la universidad. Longueira
(aunque parezca irónico o prefabricado, era su verdadero apellido; el
nombre nunca me preocupé por averiguarlo) medía apenas un metro veinte y
cuando hablaba (tampoco recuerdo haberlo visto reír) dejaba entrever unos
dientecitos de tiburón, diminutos y roídos por la ausencia de calcio, como
oxidados. Sus cabellos delgados y ralos, que solía peinar a la gomina, con
raya al costado, acentuaban aún más los rasgos lívidos de su rostro.
Aparentaba ser un niño de siete u ocho años y sus dedos, pequeños y
arrugados, parecían los de un bebé. Pero tenía catorce y un cierto halo
de extraterrestre. Las malas lenguas rumoreaban que era hijo único de un
matrimonio de primos hermanos, en edad de ser abuelos antes que padres. Recuerdo
claramente el primer día de clase, cuando apareció en el aula, enmarcado
en el vano de la puerta, cargando pesadamente su portafolios,
desproporcionado en exceso, y su desconcierto. Al principio lo observamos
con cierta ternura confundiéndolo con un alumno de primaria que se había
equivocado de aula. Pero apenas se presentó al celador y se acomodó en el
único pupitre libre presentí que su destino en esa escuela estaría
fatalmente signado por la crueldad y que nuestro encanto adolescente lo
convertiría en el blanco predilecto para las bromas más pesadas y
despreciables. Hace
unos meses una cena de ex alumnos fue la excusa para que nos reuniéramos un
puñado de sobrevivientes de aquel secundario lejano y romántico hasta la
cursilería, a pesar de nuestra inconsciencia, o quizá por eso mismo. La
sobremesa nos empujó a la nostalgia. Con la misma ansiedad con que el
duende largamente encerrado en la lámpara espera la caricia mágica que lo
libere, los inevitables recuerdos de nuestra adolescencia pugnaban por
corporizarse. A medida que las mesas vecinas comenzaron a despejarse el
restaurante se fue sumiendo en un silencio hueco, casi atemporal, donde sólo
resonaban nuestras voces, cuidadosamente amortiguadas, como temerosas de que
oídos extraños ultrajaran remembranzas, íntima y largamente atesoradas. Nuestras
fisonomías cincuentonas seguían albergando el corazón y la candidez del
muchacho que alguna vez fuimos, a pesar de las calvas y las barrigas de
diverso calibre y las artrosis y los achaques inevitables de la edad que
cada uno, a su manera, trataba de disimular. Los
viejos fantasmas se escurrieron a través de los muros centenarios del
Colegio Nacional para sobrevolar la mesa del restaurante de Barracas invitándonos
a la evocación de lejanas andanzas. El ambiente enrarecido estimulaba al
abrazo, a cuchicheos con el compañero sentado a nuestro lado, a confesiones
sin sorpresa y pudorosas súplicas de perdón por antiguas afrentas ya
olvidadas. Inmersos en esa laxitud nostálgica no percibimos que habíamos
iniciado un viaje a través del tiempo seducidos por la torpe utopía de
rescatar emociones remotas, momentos ya idos. El eterno adolescente que dormía
en un rincón de nuestros corazones emparchados se despertaba para
acicatearnos, alentándonos al emprendimiento heroico. Nos dejamos seducir
por el intento. Las
escasas imágenes que emergían del ensueño nos llegaban fragmentadas,
ajadas, como figuritas viejas. Era como estar en un parque de diversiones y
sacar un boleto hacia el pasado en la máquina del tiempo, subir al
simulador y percibir sensaciones que poco a poco iban pareciéndose a
aquellas que ansiábamos rememorar. Pero, a medida que nos acercábamos,
cuando ya estábamos a punto de tocar las facciones de esos espectros que
iban adquiriendo rasgos familiares, añorados, y nuestro corazón cachuzo y
emparchado rejuvenecía y se aprestaba a desprendérsenos del cuerpo para
implantarse en el de ese otro que fuimos, allá lejos y hace tiempo, el
simulador se detenía y todo se volvía espeso y cotidiano. Con desazón
comprobábamos que nuestro utópico viaje había terminado y la fila para
comprar otro boleto era interminable. Debíamos esperar un año entero. El
próximo noviembre nos volvería a reunir. Un poco más viejos, quizá algo
más sensibleros. Lloraríamos abrazados cantando la Canción del Adiós,
recordaríamos a los mismos profesores, Juanjo repetiría las mismas bromas
que el gordo Aristarain seguiría creyendo, cándida, eternamente. Pero en
vez de acercarnos al ansiado objetivo nos volveríamos a alejar. El intento,
ridículo, inútil, nos obsesionaba. Como una ordalía que debíamos superar
para sentirnos vivos, nos obstinábamos en demostrar el teorema que nos
permitiría perseguir el resto de nuestros días la zanahoria quimérica
sonriendo, idiotas, recitando la tesis: “es posible regresar al pasado.”
Pero la lámina que nos separaba de él era tan delgada como impenetrable. Esa
noche no tuve que esforzarme para comprender el concepto de “límite”
que en la paradoja de Aquiles y la tortuga o en los libros de Análisis
Matemático se volvía infernalmente inexpugnable. Las definiciones
complejas y tediosas de Rey Pastor en su tratado, el ocho apaisado como símbolo
de infinito, y la flecha debajo expresando el concepto de “tender a”,
todo, todo ello lo pude comprender y asimilar de un solo pantallazo. La meta
estaba cada vez más cerca, pero cuando ya la sentía asequible, cuando
percibía que estaba ahí, al alcance de mi mano, que no tenía más que
estirar apenas los dedos para tocarla, entonces el punto, el objetivo, se
volvía a distanciar, coqueteando con nuestra ingenuidad, desafiándonos a
un nuevo intento eterno e inútil, como el castigo de Sísifo. Uno
de los fantasmas sobrevoló la mesa: Longueira. Alguien deslizó en voz baja
y grave, componiendo un compungido gesto de circunstancia, que había
fallecido unos años atrás. Un silencio frío nos sacudió y enmudecidos
tratamos de encontrar en los ojos del otro alguna respuesta. Pero el
recogimiento duró apenas un breve instante y no fue obstáculo para que la
película se rebobinara, salteando la desgracia, y se dispusiera frente a la
lente lista para ser proyectada a partir del entorno de la escuela. Juanjo,
¡cuándo no!, lanzó por centésima vez la afirmación en tono de pregunta:
-¿Che, se acuerdan cuando el Negro (así me apodaban entonces) lo encerró
al enano Longueira en el armario de la sala de mapas? En
medio de las carcajadas, de las risas hechas llanto en ojos que parecían a
punto de reventar, de borrachos retorciéndose abrazados unos a otros mirándome
y señalándome con sus índices como el autor de una proeza, negué
rotundamente y por enésima vez el episodio. Aunque no lo recordaba me sentí
avergonzado de haber sido capaz de someter a alguien a tan tremenda
humillación. Es probable, también, que la hondura del remordimiento
proviniera de una anécdota, a la que le conferí connotaciones
emocionalmente trágicas, que los demás desconocían. Ese hecho, ocurrido
un par de años después de abandonar el Nacional, tuvo el sabor amargo de
una lección, una deuda que Longueira, con justificado rencor, se cobraba,
cargándole sin arrepentimiento intereses usurarios por el tiempo
transcurrido. Aún recordaba con nitidez el rictus de su cara, el esbozo de
su sonrisa ladina que no se preocupaba por esconder los dientecitos marrones
y casi inexistentes, y todas y cada una de las secuencias de la escena de mi
crucifixión en la facultad. Aunque hubiera podido echar mano a ese
resentimiento para amortiguar la culpa por desquitarme con un muerto, no sólo
evité sumarme a la crueldad con que gozaban de la burla, que Juanjo
disfrazaba con la inocencia de una anécdota jocosa y lejana, sino que en
ese mismo instante comprendí y hasta justifiqué la actitud de Longueira
para conmigo. Quizá
no debía darle demasiada importancia. Tal vez fuera otra maniobra más de
Juanjo que seguía entreteniéndose, como en la escuela, endilgándole a los
demás cosas que él perpetraba o incentivaba.
Esa especulación me movió a otra: comparé a cada uno de los que
tenía a mi lado con la imagen que recordaba de ellos adolescentes. La
mayoría conservábamos, a pesar de los años, y de las distintas miserias o
fortunas, rasgos que nos remitían
a esa hermosa época. A veces era una sonrisa pícara, un movimiento cansino
o la inflexión al hablar. Los roles que cada uno se afanaba en representar
no habían variado sustancialmente: Juanjo simbolizaba lo mordaz; el Laucha,
la erudición meditativa; en Nito rememoraba a aquel comediante nato; en el
Ruso, al planificador meticuloso. Yo me descubrí a través de sus
comentarios. Me costaba creer lo que contaban de mí. Quizá no fuera tan
terrible pero había corrido tanta agua bajo el puente de mi vida que dudaba
haber sido el autor de esos desatinos. A través de los relatos empecé a
reconocerme en ciertos rasgos que me resultaban familiares. Es cierto, era
un bromista espontáneo. Tal vez por eso no recuerde la mayoría de las
fechorías que me endilgan. Quien
más se asemeja al que pudo ser es Juanjo. Su rostro sigue siendo
adolescente, su físico es casi el mismo, y la inveterada costumbre de
caricaturizar grotescamente a los demás como medio insustituible de sus
bromas, también. Evidentemente es una coraza que se ha fabricado para
esconder su drama. “Eso ya fue, viejo. Me divorcié.”, dice secamente
cuando le preguntan por Alicia. Y rápidamente cambia de tema. Ahora
recuerdo que era él quien más se ensañaba con Longueira. Pero siempre
tuvo una habilidad especial para tirar la piedra y esconder la mano. El
Laucha Cassini es funcionario de un Banco importante y vive alimentando la
esperanza de una buena jubilación. Su modo de relatar anécdotas denuncia
una meticulosidad de arquitecto que ya se vislumbraba cuando construía
complejos mecanismos para copiarse en las pruebas utilizando bobinas vacías
de hilo de coser, escarbadientes y un trozo de alambre. Armaba todo debajo
del pupitre. Enrollaba el resumen de la lección en el canuto de la bobina,
como una película, la situaba debajo del inútil boquete para el tintero y
giraba el mecanismo. Entonces, el texto se presentaba por el agujero de la
tabla, incitante, como una mujer desnuda espiada por el ojo de una
cerradura, pronto para cumplir su finalidad. Transmite paz, el Laucha. A
veces, cuando nuestras conversaciones rozan los temas íntimos, trata de
escabullirse con elegancia. Pero sus cachetes siguen poniéndosele
colorados. La
enumeración es tediosa. Podría seguir horas describiéndolos y amándolos.
Pero la secundaria terminó y se llevó con ella un pedazo grande de mi
vida, el más candoroso. Lo patético del recuerdo no radica en la evidencia
ineluctable del paso del tiempo, sino en la triste comprobación tardía de
la pérdida de la inocencia; el trastrocamiento de aquella mirada cándida y
directa en otra más calculadora y retorcida. Eran otros tiempos. Nuestro
universo era un planeta aislado que giraba en torno a esa Escuela. Al sonar
el timbre de salida el movimiento se detenía, congelándolo en la órbita,
para reanudar su rutina, una vez más, a la mañana siguiente. Poco
a poco los rumbos que cada uno había elegido, o que se nos presentaron y
tomamos sin pensar, se fueron separando, como las ramas del viejo tronco.
Algunos nos mantuvimos en contacto por cierto tiempo. Al final dejamos de
vernos. Entonces, gracias a la
perseverancia del Laucha, los más “representativos” tenemos nuestro
encuentro anual. Este piadoso eufemismo que alimenta nuestro engaño tiene
su justificación, pues de ese modo disimulamos la deserción de los otros,
la mayoría, los que no se conmueven con el recuerdo o quizá, más sabios,
prefieran no desempolvar el álbum de fotos
de la secundaria arrumbado en el fondo de algún ropero. Pero
debo volver a quien dio origen a este relato. En realidad ni siquiera a él,
sino a ese episodio en la facultad que, inconscientemente, relaté en la
cena, como un acto reflejo que descubrió esa manía masoquista que se me ha
hecho carne: recordarlo para flagelarme. Omití
mencionar que Longueira era un pésimo alumno. Quizá por esos tiempos su débil
organismo conspiraba contra el desarrollo de su inteligencia o el pobre no
encontraba suficiente motivación para mejorarla. Su boletín evidenciaba el
capricho morboso de los profesores que insistían en anotar las malas
calificaciones con tinta roja. Por el contrario, las mías, sin ser
excelentes, denotaban la bondad imperturbable del azul. Por entonces yo había
adquirido una especial habilidad para aprehender conceptos con economía de
recursos. Lamentablemente muy tarde comprendí que había sobrevalorado mi
capacidad. Yo creía que en la universidad la cosa sería pan comido. Si
hubiera sido más cauteloso, si al menos hubiera sospechado que mis logros
eran menos fruto de mis aptitudes que de las fallas de un caduco sistema de
enseñanza, la caída no habría sido tan violenta. Curiosamente
no fue Juanjo el que me indujo a contar el episodio. No importa quien haya
sido, el caso es que cuando empecé a narrar los hechos un silencio filoso,
brutal, inmovilizó voces y copas. Aturdido, inmerso en esa atmósfera
enrarecida, podía escuchar mi voz, extraña para mí, desconcertante para
ellos que esperaban ansiosos la anécdota graciosa, el episodio grotesco que
los hiciera explotar en carcajadas. A medida que hablaba sus rostros iban
adquiriendo una tonalidad sombría, sus miradas esquivas iban perdiéndose
entre el laberinto de copas, botellas vacías y ceniceros colmados de
puchos, sus dedos inquietos fabricaban pliegues en el mantel. Había
sucedido una pálida tarde de abril, en un examen parcial de Análisis Matemático,
en la facultad de Ingeniería. El empeño de un puñado de atrevidos o
sabelotodos, dispersos en el magnífico recinto, no alcanzaba a mitigar el
brutal testimonio de la multitud de butacas vacías que justificaban con su
mudez la ausencia de los temerosos. Esta circunstancia y el silencio cruzado
por susurros le otorgaban al entorno una connotación aún más patética.
Faltaban aún unos minutos para el comienzo de la prueba. No sé qué me
mantenía en el aula. Un nudo en el estómago, fiel termómetro de mis
angustias, me anticipaba el inminente fracaso. Por los ventanales que dan al
Paseo Colón observaba las parejas que paseaban su despreocupación por la
Avenida. Otras charlaban animadamente, recostadas sobre el césped que
bordea el Monumento al Trabajo. Todos los movimientos del exterior eran
captados por mi atención, ávida de encontrar cualquier vía de escape,
aunque fuera ilusoria. De
pronto, como una premonitoria repetición de la escena de aquel primer día
de clases, descubro a Longueira, en la escalinata de acceso al pasillo
central del aula, acarreando con dificultad su desproporcionada cartera de
cuero. Se dirigió directamente hacia donde yo estaba, como si supiera de
antemano que me iba a encontrar. Aún hoy me niego a aceptar que fuera
casualidad que eligiera sentarse a mi lado. Al llegar frente a mí comprobé
que seguía tan pequeño como antes, quizá algo más encogido. Amagué
levantarme para saludarlo, olvidado por completo de aquellas travesuras del
secundario, y verdaderamente contento por el reencuentro con un antiguo
compañero en ese ámbito egoísta y hostil. Me saludó con cortesía e
inocultable frialdad, y sonrió con una suficiencia que en ese momento no
alcancé a comprender. Sin hablarme, ni hacer ningún comentario o preguntar
qué era de mi vida, como era lógico y natural pues habían pasado algunos
años desde nuestro último desencuentro en
el Nacional (habíamos sido compañeros de clase hasta el tercer año),
se acomodó en el banco de mi derecha y comenzó a desplegar en el pupitre
sus útiles de trabajo. Estaba tan sereno e imperturbable que por un momento
pensé que su enfermedad (nunca supe qué rayos era lo que tenía, si
realmente era una enfermedad o un estado) ya le había atacado el cerebro:
ese examen era crucial y uno de los filtros que obligaba a desertar
tempranamente a la mayoría de los aspirantes a ingenieros. Cuando
el ayudante de la cátedra repartió las hojas con los temas impresos y le
eché un vistazo a la mía, la resignación, que antes era sólo una
amenaza, se transformó en certidumbre: era el fin de mi aventura
universitaria. Por
unos momentos, como si la perseverancia en la práctica de ingeniosos métodos
para copiarnos o en los circunloquios banales a que echábamos mano para
ganar tiempo mientras esperábamos que alguien nos soplara una pista cuando
pasábamos al frente a dar la lección, hubieran acostumbrado al espíritu a
alimentar absurdas esperanza, mis ojos hurgaron entre las malintencionadas
preguntas tratando de encontrar alguna de fácil resolución. Después vería.
Revitalicé mi ánimo, alentándolo a no desertar, como cuando resolvía
intrincados crucigramas y elegía las preguntas más asequibles. Algunos
esporádicos aciertos, una que otra letra de las respuestas correctas me
proporcionaban el acceso a las difíciles, por intuición o tanteo. Pero,
lamentablemente, no eran palabras cruzadas. Entonces me derrumbé. Pasé
la mitad de la hora que duraba la prueba, con la mente hecha un trapo de
piso, garabateando pirámides y cuadrados en una esquina de la hoja,
brutalmente blanca. Entonces el instinto de supervivencia me iluminó y
hasta recuerdo que sonreí pensando qué estúpido que había sido, si lo
tenía a mi lado. ¿Cómo no había reparado que ese viejo compañero,
honrando el código de honor de la hermandad estudiantil, aunque no hubiéramos
sido verdaderos amigos, me rescataría del naufragio? Alivianado
del peso de los absurdos temores miré hacia su lado. Advertí que escribía
parado frente al pupitre, encorvado sobre su papel, cubriéndolo con el
brazo (después comprendí que lo resguardaba de mí). A pesar de la muralla
protectora, pude comprobar que ya había contestado casi todo el
cuestionario. Me agazapé para acercarme y susurré su nombre. Quizá lo
hice muy débilmente, pues no dio señales. Espié para ver si el ayudante
estaba cerca, pero por fortuna charlaba con el titular de la cátedra sobre
algo que los mantenía ocupados. Entonces me animé y le pedí a Longueira
que me soplara unas respuestas. Fue
un instante, casi una ráfaga. Sin hablar, sin que su rostro reflejara un
gesto descomedido, me miró de soslayo, como dosificando su desprecio. Después,
sonrió, con los labios apretados, volvió su mirada al papel y continuó
escribiendo. Pasados unos minutos se levantó para entregar su prueba. Nunca
más lo volví a ver. No
hizo falta ninguna recriminación, ni sermones sobre las vueltas de la vida
ni estúpidas moralejas. No. Simplemente una sonrisa. Como si a través de
ella paladeara más a gusto la
venganza que, él sabía, fatalmente habría de llegar. Cuando
terminé mi relato, el silencio, que antes era un manto neblinoso acechando
mis palabras, se descargó sobre la mesa con la impiedad de una penitencia.
Con idéntica repercusión que una escupida en el mar, alguien intentó un
comentario sobre el inminente clásico River-Boca que se jugaba al otro día.
Oportuno, el Laucha pidió la cuenta. Nos
despedimos en la puerta. Los tímidos abrazos enmudecieron las inútiles y
vacías promesas que nos hacíamos a la salida de cada reunión, cuando la
ilusión de recuperar la inocencia perdida, de rascar bajo la costra de los
años y la rutina para redescubrir a aquellos adolescentes lejanos, renovaba
la esperanza del próximo encuentro. La
noche fresca y perfumada de Barracas se poblaba de nubes que lentamente iban
cubriendo la negrura del cielo. Quizá haya sido mi imaginación, pero creí
ver que, sentado en el borde de una nubecita pequeña, tan reducida que no
alcanzaba a cubrir sus zapatos infantiles, Longueira nos observaba
sonriendo, como si aquella sonrisa despectiva que me había dedicado en la
facultad esa noche la extendiera al conjunto. Habíamos
fracasado en el intento. No era sólo que la boletería había cerrado obligándonos
a esperar hasta el próximo noviembre. No. El parque de diversiones se había
clausurado, definitivamente. Nuestras poses y artimañas para recuperar
cuerpos y actitudes de antaño no habían resultado, ni podíamos deformar
la realidad a nuestro antojo. Ella, cruel y obstinada, emergía, como traída
por la sonrisa burlona de Longueira desde el más allá. Hubo
una época en la que me sentí acorralado por el recuerdo. Por el espejo
retrovisor del taxi estudiaba el rostro de cada pasajero y lentamente lo iba
deformando hasta instalarle dientes de tiburón, rictus sarcásticos,
peinados a la gomina. Viví perseguido por su espectro. Cuando me detenía
ante cada semáforo, Longueira se me aparecía entre los chicos que cruzaban
de la mano de su madre por la senda peatonal y se apartaba del grupo para señalarme
con el índice acusador. Hubo un tiempo, también, en el que me vi como un
penitente que buscaba purgar su culpa asediado por el recuerdo de una lección
de vida. Hoy
creo, sinceramente, que no debo reconocerle nada. Es más, estoy convencido
de la perversidad de los enanos, montón de resabios apretados en un cuerpo
amarrete, resorte tensado hasta el límite a la espera del momento propicio
para descargar su rencor. Tal vez lo único que deba agradecerle a Longueira
es que, sin proponérselo, me liberó de culpa y de futuras demandas
judiciales por derrumbes de puentes o edificios, que mi falta de afición
por la Ingeniería seguramente habría causado, y rescató de los escombros
de mi fracaso esta vocación que de otro modo hubiera quedado trunca. No me imagino con un casco amarillo en la cabeza, usando zapatos de goma y sacos con cueritos en los codos. Me siento feliz en mi taxi, conversando con la gente, pues si uno es atento y sabe escuchar, se aprende un montón.
Colaboración
de ATILIO
VERÓN
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