CUENTOS - RELATOS ...

SERAFÍN - EL RÍO - SILENCIO DE REDONDA

 

PRÓLOGO DE ANTONIA J. CORRALES PARA EL LIBRO DE RELATOS HAZ DE LUZ

Conocí a Adriana Serlik allá por el año 2002 tras leer un relato suyo en la Red, El armario, texto que no está recogido en esta publicación, pero que se convirtió en el punto clave y preciso para nuestra amistad profesional y personal. Aquel texto, ese maravilloso texto, hizo que bucease en las letras que componían su página web, todas ellas cargadas de historias personales, de sentimientos, de una literatura directa, clara y trabajada como las obras que componen esta, llamémosle, antología de la vida, titulada Haz de luz.

 

Adriana Serlik es una escritora de calle, de asfalto y soledades. En sus textos encontrarán historias contadas a vuelapluma, sin arrastre impreciso e innecesario de retórica. Transparentes y directas como las conversaciones que uno tiene frente a una taza de té o café con un amigo. En sus relatos hay instantes de vida, plasmados con la sutileza mecánica del buen observador. Llenos de una tragicomedia certera en la que la lágrima y la risa pugnan entre sí, como sucede con Las Primis, Almíbar y muchos otros de los veintisiete textos cortos que componen la primera parte del libro, todos ellos de una factura fresca y bien trabajada.

 

En la segunda parte, De la guerra y el dolor, Serlik nos introduce en un mundo lleno de reivindicaciones sociales, en ese mundo donde todos, de una forma u otra, desgraciadamente, nos hemos encontrado a lo largo de nuestra vida. Lo hace basándose en personajes y hechos históricos concretos y reales.

Durante el proceso de creación de los nueve relatos que forman esta parte, la autora ha desarrollado un trabajo de investigación propio y concreto sobre los personajes que utiliza y la época histórica en la que se desarrollan. Como es el caso de El Colorao,

Saturnino Pablo, Homenaje a Rosa Chacel... Incluso, uno de ellos refleja una parte concreta de su vida, pero este punto tiene que descubrirlo el lector, ya que no seré yo quién lo desvele. Algo que creo hará sin esfuerzo, porque el relato, del que omito el título, es, si cabe, uno de los más conmovedores que he leído, y estoy segura que del mismo modo que me sucedió a mí les sucederá a ustedes. En esta segunda parte, como expreso arriba, hay un arduo trabajo de documentación del que sólo se ve la punta del iceberg, dado el insalvable requisito del relato corto: la extensión. Pero el lector apreciará que sus estructuras y sus tramas no habrían sido las mismas sin esa base documental.

 

Como punto y final a este prólogo, que no he querido hacer extenso porque considero que lo importante no son mis palabras, sino el trabajo al que preceden, del que ha sido un

gran honor escribir, sólo me resta por asegurarles que tendrán ustedes una lectura entrañable y hacia dentro, muy adentro, como suele suceder con lo que realmente merece la pena: siempre se siente dentro de uno mismo.

ANTONIA DE J. CORRALES

Escritora


Serafín

 Marisol se detuvo frente a la higuera, le habían dicho que a cincuenta pasos estaba la gran puerta. Se acercó a la entrada y dejó el ramo de margaritas y  rosas junto al muro; la cancela estaba cerrada.

Regresó pensativa por el mismo camino. Las piedritas se colaban en las sandalias obligándole a mover los pies para que cayeran de nuevo al camino del que formaban parte. Había llovido y mientras esquivaba los charcos con pequeños saltos imaginaba a su madre,  pequeña, corriendo y saltando por el mismo camino.No se sentía cómoda. Una sensación de inquietud le había acompañado hasta la gran puerta de metal que custodiaba la entrada del cementerio. Cumplir aquella promesa  no le molestó, pero el desconocimiento, el no saber por qué se había hecho, le producía una sensación de inquietud que no podía  disimular.

Recorrió la calle Mayor hasta llegar al hotel. Antes de pedir las llaves de la habitación tomó una bebida fría. Minutos más tarde subió a ducharse. Lanzó las sandalias al aire, se desnudó y corrió al baño para quedarse largo rato bajo el agua tibia de la ducha.

Una promesa siempre debe cumplirse, le había dicho su madre mirándola a los ojos.

El teléfono sonaba insistente, una y otra vez, pero Marisol no se levantó, sabía que era ella la que insistía al otro lado de la línea. No tenía ganas de hablar. Se vistió y salió a la calle. Se sentó en una horchatería, al aire libre, bajo uno de los toldos naranjas.

 

Había llegado la mañana del día anterior al hotel, su madre había reservado la habitación  hacía dos meses porque quería asegurarse de que su hija iría.

No era su intención ir al pueblo, debía dar una conferencia en la Universidad Popular y luego quería  tomar sol y bañarse en la playa, pero ahora estaba a 30 km de la Universidad y de la playa.

Observó las caras de la gente que estaba sentada y  los que paseaban. Alguno de ellos sería un pariente, sí conociera todos sus  apellidos  quizá podría buscar en alguna guía telefónica los posibles primos. Al irse del pueblo su madre rompió con todo su pasado y sólo le contó que  los parientes, al estar su padre en la cárcel, desaparecieron de su entorno. Sus abuelos nada le habían contado sobre su familia.

Resu, la madre de Marisol, dejó de insistir y colgó el teléfono. Su hija estaría paseando o tomando algo fresco después de visitar el cementerio. Se acomodó en el sillón que con los años había tomado la forma de su cuerpo e intentó recordar. No lo hacía con claridad, como si todo lo  sucedido hubiese barrido los recuerdos de su infancia y su juventud, sólo recordaba el papel en su mano mientras gritaba por la calle.

Se había enamorado a los quince años de Carles, tenía diez años más que ella, una gran fuerza y una enorme sonrisa. Visitaba con frecuencia a su padre, Alfonso le prestaba libros y le recomendaba lecturas. Carles, de familia modesta, sólo había podido asistido a los cursos para aprender a leer, escribir y moverse sin dificultad en las cuentas. Ayudaba a su padre en los arrozales, ocho fanegas en total que tenían que dar de comer a una familia de siete hijos, Carles era el mayor y sobre él recaían demasiadas responsabilidades.

En cada visita Carles traía  en una cesta una calabaza, algunas cebollas, algún tomate, varias naranjas o cualquier otra cosa  de la  huerta familiar que su madre preparaba con esmero como agradecimiento al aporte en conocimiento y al préstamo de los libros. Alfonso sólo contaba con su sueldo de maestro y un pequeño arrozal y cada cesta era recibida con enorme alegría ya que en esos años 40, donde no existía casi el dinero y los productos de la tierra eran un lujo, la cesta de Carles representaba la comida de media semana de la pequeña familia. Su  arrozal de tres fanegas,  lo llevaba el muchacho con su padre, ya que limitaba con  los suyos.

En 1945 Carles pidió permiso a Alfonso para acompañar a Resu los domingos a misa y dos años más tarde se casaron.

Carles mudó sus pertenencias a la casa del suegro y siguieron discutiendo de libros hasta que en 1949 la Guardia Civil fue a buscarlo una noche. Un vecino, obligado por sus deudas con uno de los grandes, tuvo que delatar a alguno de los rojos del pueblo y nombró a Carles.

Resu había tenido a  Serafín hacía seis meses. Se acercó al cuartelillo por la mañana temprano con el niño en brazos, le explicaron que  había sido enviado a  la Cárcel Modelo de Valencia y que al día siguiente le indicarían el tiempo que permanecería preso, fueron dos años y tres meses porque el vecino se retractó de la denuncia y desapareció del pueblo.

Serafín tenía un año y era un niño tan alegre como su padre, cuidado por su madre y sus abuelos.

Sus suegros  traían la cesta pero la falta del trabajo de Carles había mermado sus ingresos y no podían entregarle ni una peseta. Había intentado buscar algún trabajo pero con la etiqueta de rojo de su marido era imposible encontrar algo. Vivían con el sueldo de Alfonso que apenas llegaba para comer.

Serafín una mañana despertó con mucha fiebre, el pequeño tenía dificultades para respirar y el médico diagnosticó una pulmonía que sólo podía curarse con el nuevo y milagroso medicamento: la penicilina. Resu corrió a comprarla a la botica y le indicaron que el tratamiento costaba 30 pesetas y debía pagarlo en efectivo cuando se lo entregaran.

En su monedero sólo tenía  las siete pesetas ahorradas durante mucho tiempo, sus padres no podrían darle más que cinco y sus suegros dos o tres. Visitó a sus tíos y primos y logró juntar otras tres pesetas. No tenía suficiente. Su padre le entregó la escritura del arrozal para que lo hipotecara por la suma que  faltaba.

Sabía que los ricos aceptaban las escrituras haciendo una hipoteca por la cantidad   necesitada a devolver en un año o año medio. Y fue ofreciéndola a gritos por la calle, como había visto hacerlo a otras mujeres pero nadie salió a la calle, no se abrió ninguna puerta.

Serafín murió a la semana siguiente. Lo enterraron en el viejo cementerio y Resu decidió irse de ese pueblo y no volver jamás.

Viajó a Valencia y trabajó de interna hasta que Carles salió de la cárcel. Fueron a vivir a Madrid y con grandes dificultades emprendieron otra vida. Resu y Carles nunca volvieron.

 Cuando Marisol contó a su madre que debía dar una conferencia en Gandía, ésta le hizo prometer que dejaría un ramo de flores a la entrada del cementerio recordando a su querido Serafín. Resu nunca le había hablado a su hija del pequeño Serafín. Marisol no sabía que tuvo un hermano, que aquel ramo de flores era para él.


 

EL RÍO

Escuchó el poema, sentado junto a Maricarmen no pudo contener las lágrimas.

Ya era viejo, no tenía el poder de contención que siempre le habían elogiado. Era la historia, su historia la que emergía sin proponérselo: los muelles del Grao y los cajones repletos de cebollas. El olor de las cebollas que le había acompañado durante su adolescencia, era estibador desde los catorce años, sentado sobre un cajón aprendía a escribir con Marcel-lí y rodeado de ellas en la huída con Micaela, su hija, al final de la guerra.

Micaela lo observó y le tocó el brazo delicadamente. Ella también había pasado de las suyas.

Decidió fumar un pitillo. Salió del centro y se sentó en la pasarela mirando bajar el San Nicolás, el río que había marcado su vida. Recordó que había prometido a su niña un mundo menos violento y más justo.

 

 Había nacido en 1912. A sus orillas, su madre lo acunaba  mientras esperaba el regreso de Alfons, pescador en la barca del Tío Xuan, rezando a la virgen del Carmen  y un mediodía, cuando tenía cinco meses, la barca no volvió por el angosto río y su madre fue otra viuda que tuvo que ganarse la vida ayudando en la huerta del tío Vicent.

Vicent Martí, Cruet, creció entre sus matorrales y la playa Venecia hasta que tuvo la edad suficiente para acarrear las cajas de cebollas y naranjas.

Se llevó a su hija en un largo viaje con otros exiliados.

La niña lloraba en silencio por las noches abrazada al relicario con la foto de su madre. La había perdido en el bombardeo del 3 de julio del 38, cuando Nina, con veinte años,  iba a comprar el pan y cayó destrozada.

Durante el día la pequeña, siempre callada, escuchaba a su padre organizar su vida y fue creciendo entre los gallegos, valencianos, vascos y judíos, oyéndoles despotricar contra Franco y Hitler y a los 16 se enamoró de Pierre Levit, tres años mayor que ella y sobreviviente de un campo de exterminio con el que se casó a los veinte años.

Era un hombrecillo moreno, sefardí y revolucionario que compartía  lecturas de Durruti y Bakunin con Cruet que lo convirtió pronto en otro más de esta pequeña familia.

Los tres lloraron la desaparición en 1980 de Marcelo Mijail, su nieto,   un estudiante de sociología activo y orgulloso de sus orígenes, que salió una mañana y fue abordado por los esbirros de la dictadura argentina. Alguien les contó que fue lanzado desde un avión en el Río de la Plata.

Ese fue el detonante para su regreso al Grao en 1984.

Regreso doloroso que sólo mitigó el encuentro con Damián Catalá, este hombre extraordinario llegado hacía poco tiempo de su exilio en Francia. Seguía siendo el soñador de otra época, cuando creó el Club de Natación y Sports con algo más de veinte años. Su abrazo fuerte le recordó los minutos pasados y ocupó su tiempo leyéndole sus memorias que esperaba pronto publicarían.

Permanenentemente rodeado de jóvenes artistas, Damián le dio el apoyo necesario para poder volver a conducir su vida y mientras éste pintaba, él  realizaba los pequeños juguetes de madera que habían afinado sus manos de portuario. Pierre era un joyero exquisito y le había enseñado con paciencia el trabajo de la gubia.

  

Marcel-lí, tres años mayor, le dejó sus posesiones cuando se mudó por un tiempo  a Barcelona y cuando regresó fue el primero que reclutó para organizar el sindicato.

Cruet comprendió pronto que necesitaba saber más de ese mundo de papeles escritos del que  hablaba su amigo y  de los derechos que nunca había tenido. Podría tener más horas de trabajo y menos hambre cuando rotaran porque  ahora sólo trabajaban los amigos del Capataz Salva y sus adláteres. Largas esperas desde la madrugada para permitirle cargar y descargar cajones  y la más de las veces el regreso a casa sin arte ni beneficio porque no participaba en el conchabo de los poderosos que marcaban el sí o no de sus horas trabajadas. Marcel-lí le explicó su plan de rotación, no se lo creyó demasiado pero decidió apoyarlo.

 

Ingresó en la Obrera Marítima en 1930 y apoyó su adscripción a la CNT acompañando a su mentor por los pueblos de La Safor.

Compartió su idea de la no confrontación directa e insurreccional con el estado. Lo importante era la justicia social y la negociación directa con la patronal sin intermediarios interesados en usurpar sus derechos.

Cuando su amigo consiguió crear la Caja de Pensiones recaudando la peseta diaria que ingresaba en la Caja de Previsión y creó el Ateneo Libertario de Divulgación Social, Cruet ya podía leer los libros y revistas de la Biblioteca asistiendo a sus clases  y a las de natación  con Damián. A punto estuvo de ir a las Olimpíadas de Alemania.

 Esa mañana Marcel-lí le suplicó que subieran al barco, sabía del peligro que corría, en las amenazas recibidas siempre mencionaban a Cruet y temía más por su vida que por la propia.

Con él siempre estaba Micaela desde que su mujer había muerto. Sólo cuando trabajaba dejaba a la niña con Amparo, la esposa de Marcel-lí y gran amiga de Nina, la pequeña le ayudaba con pequeños menesteres atendiendo callada a todas sus órdenes teniendo siempre cerca el pequeño barco de madera que su padre le había hecho y jugaba con Teresita, que había llegado desde Madrid con cientos de niños que habían sido enviados a Valencia para salvarlos de los bombardeos de los nacionales y le habían dado cobijo los Pérez.

Ese treinta de marzo Cruet no supo contener las lágrimas. Llevaba la pequeña maleta de cartón con unos pocos enseres y algo de dinero atado dentro de un pañuelo en la faja. Embarcó en el Galatea llevando a su hija entre sus brazos, fue uno de los 143 hombres y su hija una de los dos niños que lograron subir mientras oía hombres desesperados que  gritaban que quizá podrían embarcar en Alicante. El Coronel Casado y su grupo  asustaron a la pequeña Micaela con sus voces, al rodearlo cuando los marinos ingleses les indicaban dónde alojarse.

Intentó retener la imagen: el destructor nacionalista Melilla por un lado, el mercante Mar Negro por el otro, sólo restos del puerto y sus casas destruídas por los continuos bombardeos y su río bajando negro como el dolor que lo atenazaba en la despedida.

Alquiló la habitación con derecho a cocina en la calle Ameghino. Los amigos republicanos  los recogieron en el puerto de Buenos Aires y les ayudaron con dinero.

Cuando cruzó por primera vez en tranvía el Riachuelo, una enorme emoción lo embargó, supo que otro río marcaría su existencia.

Los compañeros anarquistas de Avellaneda le consiguieron un  trabajo en Cargas Lanusse cargando sacas con lana. Posteriormente entró en Massllorens  para mover las enormes bobinas de lana y algodón.

Era una empresa textil creada por unos catalanes en 1909, similar a la que tenían en Olot. Trabajaban más de doscientas mujeres y muchachos que quizá no pasaban de trece años. Exportaban a toda América y Europa mantas y camisetas. El personal, en su mayoría extranjeros llegados de toda Europa, que habían salvado accidentalmente la vida, trabajaban muchas horas y algunos estaban sindicados en secreto, habían exportado a este mundo su lucha por la igualdad y la justicia social.

Avellaneda poseía casi un cuarenta por ciento de la población venida de todas las latitudes aunque predominaban los gallegos, los vascos, los judíos alemanes y rusos. Su historia de exilio y pérdidas los unían  y los hacía más solidarios y cuando hablaban, sentados en las bancas de la plaza Alsina,  contaban sus batallitas esperando el final de la guerra con la esperanza de que Franco, Mussolini y Hitler desaparecieran juntos de la faz de la tierra.

Micaela entró en la Escuela Nº 7 con la Señorita Parodi, una maestra exigente y cariñosa que reconfortaba a esos niños de tantos lugares diferentes enseñándoles las primeras letras y la aritmética.

Los miércoles iban  al cine Mitre a ver películas de vaqueros e indios, Cruet pronto descubrió que las penas de los indios la sentía como propias y deseaba la muerte de esos vaqueros, siempre tan fuertes y rubios  que les recordaba demasiado las hordas fascistas de La Safor.

Al anochecer recorrían la Avenida Mitre hasta el Riachuelo y el antiguo estibador se sentaba frente al río, allí conoció a Chema que buscaba su Nervión, un bilbaíno que había huido por Francia, y trabajaba en Frigoríficos La Negra como carnicero mientras  Micaela se entretenía tirando piedrecillas al agua y armaba historias con  las grandes barcas que bajaban hacia el Río de la Plata.

Frente a este río, el San Nicolás y el Nervión les parecían enormes cauces, más grandes que la realidad, por donde navegaban sus vidas lentamente.

Y frente al Riachuelo abrió cuatro años después la primera carta que recibía desde el Grao, le anunciaban la muerte en Paterna de su amigo Marcel-lí. Le habían fusilado a los pocos meses de su partida.

El domingo siguiente vistió a Micaela con sus mejores galas y cogió el tranvía hasta el puerto de Buenos Aires, frente a esa agua prometió que sólo volvería con un Franco muerto y enterrado. Seguiría luchando por sus ideales y por su hija, lanzó un enorme ramo de margaritas en homenaje a su hermano en la lucha, ese fue su rezo y no pudo contener las lágrimas recordando las promesas de su amigo por un mundo mejor, a Amparo y sus pequeños, especialmente a Maricarmen que tenía pocos meses cuando ellos partieron.

Abrazó tan fuerte a la niña que comenzó a llorar asfixiada por sus brazos.

Pocas veces había oído su llanto en su viaje y sus mudanzas. Amparo le había regalado el relicario con una pequeña foto de su madre.

Así tu mama estará siempre contigo- le dijo – y te ayudará en los momentos difíciles y había dormido a partir de ese momento acariciándolo varias veces como si con ese gesto la recordara más nítidamente y le diera seguridad.

Cruet comprendió que el Grao sin Marcel-lí no sería igual. Todo se había transformado, otros horizontes, otros sueños.

 

Se acercó a la pasarela, el río bajaba lento, Franco había muerto y estaba enterrado hacía años y los sueños de Marcel-lí todavía no se habían cumplido, habría que seguir luchando. El mundo seguía siendo injusto y violento.

 


SILENCIO DE REDONDA

 

...”Yo me encontraba en un laberinto de escaleras. Este laberinto no estaba cubierto en todas partes.  Subí; otras escaleras me condujeron a las profundidades. En un descansillo de una escalera me di cuenta de que había llegado a una cima montañosa. Se abrían allí una amplias vistas de toda la zona. Vi a otros que estaban en otras cimas montañosas. A uno de estos otros le entró de repente un mareo y cayó por el precipicio. Este mareo se fue extendiendo; otros hombres iban cayendo de otras cumbres a las profundidades. Cuando yo también me vi atacado por este mareo, desperté.”

Anotaciones 1933-1939

Walter Benjamin 

Tenía dieciséis años. Se agolpan en mi cabeza los recuerdos de esos terribles meses.

El viaje a París con mamá y la tía Vita, la llegada a casa de tía Stein y el strudel que había preparado para nosotros y que devoré sin lavarme las manos.

La búsqueda de un apartamento con Daniel, el primo Stein, una habitación-cocina con un baño dos plantas arriba para todo el vecindario. La mudanza con las colchonetas y la música...

La música  se oía por la pequeña ventana: un violín y un piano tocados en el edificio contiguo, que aprovechaba para hacer mis ejercicios apoyando mis manos sobre la pequeña mesa. Esa música que tres días después se transformó en un largo silencio, un silencio de redonda, decía mi madre, cuando se llevaron a los intérpretes al Cuartel y no volvieron.

Y las lágrimas de mamá cuando decidí cortar mi largo pelo porque al lavarlo con agua tan helada tardaba mucho en secarse, no paraba de toser y me cansaba.

Una mañana la tía Vita volvió corriendo.

¾ Debemos irnos, no podemos seguir aquí.

Recogimos sólo las bolsas. Uriel Valls nos esperaba en la estación del tren dispuesto a llevarnos a otro lugar más seguro y con  él llegamos a Port-Vendres.

Nos dejó en compañía de tía Lisa que nos alojó en una casa vecina con tía Eva.

Y desde allí la travesía cruzando la montaña hacia  España. A mitad de camino nos encontramos con el viejo profesor, que había pasado parte del día solo, oculto bajo unas hojas, no hablaba demasiado pero era muy educado y servicial .

Parecía enfermo o agotado apoyándose en el hijo de la Sra. Gurland para caminar, deteniéndose cada diez o quince minutos a respirar. Yo tenía mucho frío y se  helaban las lágrimas en la cara, sacó de su viejo portafolios un gran pañuelo y las secó:

Perdone, estimada Señorita, permita que le seque las lágrimas, tengo una colección de juguetes y muñecas lloronas, bueno....tenía, ahora estarán seguramente en Londres,   pero ninguna tenía  lágrimas parecidas a las suyas, quizá la del tutú azul.

Luego lentamente dijo ¾ Se trata de hacer de una lágrima un pañuelo, de una poesía un pañuelo.

Guardó su pañuelo en mi bolsillo y seguimos andando, esta vez apoyándose un poquito en mí.

Al  llegar al Hotel, por la tarde, tomamos juntos un té muy caliente y siguió contándome sobre sus juguetes; parecía no querer dar importancia al hecho de que nos querían devolver a Francia.

Susurró si podía  acercarme a su habitación más tarde porque quería pedirme algo.

Cuando finalizó su explicación, me abrazó y  rogó que no lo olvidara.

Un nudo me quebró la garganta y me saltaron las lágrimas. Me tomó las manos con el mismo gesto que pidió a  tía Lisa permiso para tomar un trocito de tomate en el camino y  dijo: Escriba a mi amigo, sé que le ayudará.

Mi madre, que paseaba por el vestíbulo, me pidió que fuera a dormir.  Había sido enorme el esfuerzo, doce horas caminando con pequeñas paradas para descansar.

Me senté al borde de la cama, la habitación era pequeña pero limpia.

Me quité los zapatos, los calcetines y miré mis pies, mi mayor fortuna, doce años moldeándolos con las clases de ballet, habían sido delgados y elásticos y ahora aparecían hinchados, rojos y llenos de lastimaduras en las plantas, en los talones...

No quise mirar más, me envolví en la manta y sin desvestirme  intenté dormir.

Me despertaron las voces: la Sra. Lippman , su hermana la Sra. Birmann y la Sra. Gurland gritaban.

El profesor había muerto. El médico escribió en el certificado como  causa:  ataque de apoplejía, no quería problemas. Vino la policía, luego el alcalde y un juez y acompañé a la Sra. Gurland a buscar un sacerdote.

Me pidió que nos arrodilláramos con él a rezar; yo no sabía hacerlo porque no entendía lo que había que decir o hacer y además no podía dejar de llorar recordando lo que me había pedido.

Saqué su pañuelo y repetí  rezando su frase “...hacer de una lágrima un pañuelo...”.

Apenas comimos, no sabíamos que nos pasaría.

Al día siguiente vinieron los gendarmes  a buscarnos.  Ordené lo mejor que pude mi pequeña bolsa, coloqué encima mi ropa interior y los otros zapatos.

Mamá y la Sra Lippmann  de tanto repitir a los gendarmes que no nos volveríamos a la frontera nos llevaron al campo de  Figueras ; sabíamos que la Sra. Gurland estaba arreglando todos los papeles  comerciando lo que podíamos pagar por los visados y finalmente nos los dieron.

Viajamos por fin a Barcelona y luego de recorrer toda España en tren pudimos tomar el barco para América.

Ya en Buenos Aires nos esperaba tía Elisa para llevarnos a su casa.

Llegamos a Avellaneda y  pudimos, por fin, descansar.

La familia nos recibió con mucho cariño Las chicas nos regalaron algunos vestidos y sombreros, ropa interior y después de  un tiempo  entendíamos el español.

Nos buscaron una pequeña casa  y  pagaron el alquiler.

Quisieron que estuviera cercana de la suya, en la calle 9 de julio, para que nos sintiéramos seguras.

Mamá comenzó a dar clases  en el Kindergarden de la calle San Martín, mientras intentaba cada día hablar mejor.

Mis primas me llevaban a fiestas y reuniones; pocos me preguntaban lo que me había pasado. Eran cariñosos y solidarios  pero parecían no querer hacernos recordar los malos momentos.

Pronto pudimos prepararnos para recibir  a los Stein, que llegaron en un barco desde Marsella y darles hospedaje en casa.

Daniel había crecido. Ya no era el jovencito granoso y desgarbado que había cargado las colchonetas y ahora era yo su intérprete y guía por la ciudad.

Recibíamos pocas cartas. La Sra. Lippmann nos escribía desde Nueva York, había visto a la Sra.  Gurmann,  le había contado que había dejado pagada la tumba del profesor por cinco años pero al pasar por Port Bou la Sra. Arendt  la había buscado y no había ninguna con su nombre.

Daniel y su padre  trabajaban en la sastrería del Señor Richter y una tarde mientras paseaba con Dany por Crucecita me dio un beso, el primer beso de tu padre.

Lo que sigue de la historia lo conoces . Te envío esta carta porque creo que debes hacerte  cargo del paquete que te adjunto por correo separado.

Imagino que andarás con miles de preocupaciones entre la mudanza, el cambio de clima y los papeles que tendrás que arreglar. Todos me dicen  que en Madrid estarás más segura que aquí.

El asunto es que los doctores  han dicho que debo hacer reposo absoluto porque mi diabetes se ha agravado y tengo una pierna con una herida que no se cierra.

Sabes que soy muy aprensiva y aunque  dicen que de ésta no me muero, quiero dejar todas mis cosas bien ordenadas.

Pero vuelvo al paquete; cuando  entré a la habitación del profesor estaba envolviendo en un papel de periódico, cogido del hotel, unas hojas escritas mientras decía:

 .¾..fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para fines justos, ¿por qué utilizan tanta violencia?

Esas palabras las repetía sin cesar mientras terminaba de atar con una cuerda el paquete.

Estimada Señorita, estoy muy cansado y me temo que no podré continuar este viaje pero quisiera rogarle que cuide de este paquete hasta que lo envíe a un amigo mío. Vive en Israel, en este papelito, que no debe perder, tiene sus datos y espero que cuando termine esta violencia dominante que nos gobierna pueda hacerse cargo de mi manuscrito. Aunque pase mucho tiempo le ruego que no lo pierda ni destruya, guárdelo, de alguna manera será recompensada. Puede leerlo, pero le suplico que no cuente a nadie que lo tiene y cuando pase todo esto póngase en contacto con mi amigo.

Con su pañuelo, sobre el que lloré su muerte, envolví el paquete y lo guardé en el fondo de mi bolsa y así viajó hasta Avellaneda pero perdí el papelito, no sé cuándo ni cómo pero no lo encontré y yo con el paquete del profesor sin poder entregarlo...

No conté a nadie de su existencia, había hecho una promesa.

Ahora no sé qué me pasará y tienes que hacerte cargo de él. Tú has estudiado y quizá sepas cómo hacerlo llegar a quien corresponda, trátalo con mucho cariño y hasta que no estés segura no hables de él a nadie.

Un beso de tu madre que te quiere mucho.